Pasillos y perchas

Un colgador con perchas llenas de ropa en una tienda

Mientras doblaba la ropa lo buscaba con la mirada, de reojo.

Como si quisiera traspasar el grosor de las prendas y el duro metal de las estanterías.

Solo los separaban tres pasillos, ropa de mujer, zapatos y la sección infantil.

Tres pasillos pueden ser una distancia enorme, a veces.

Por suerte, lo veía pasar para colocar las piezas de nuevo en su sitio después de que los clientes las llevaran a los probadores.

Había algo de magia en ver cómo se movía entre la gente y en cómo devolvía cada prenda a su lugar, con un movimiento ágil y veloz al colgar la percha.

Era una fantasía de amor entrecortada, que ella vivía a vistazos.

Cuando él pasaba por su pasillo cargado de ropa.

Cuando cruzaba hacia otros departamentos.

Cuando sus miradas se encontraban en un instante fugaz.

Siempre a trozos, a merced de lo que dictara el trabajo en cada momento.

Ella mantenía los sentidos agudizados, pendiente de cualquier movimiento.

Lo hacía con máxime disimulo, para que nadie se diera cuenta, sin voltear nunca la cabeza.

Siempre a vistazos, a trozos, tal y como está escrito este texto, a frases sueltas.

Vivir en una ensoñación es cómodo, bonito y, sobre todo, fácil, puesto que ese amor platónico siempre es como nos gustaría que fuera. Si por ella hubiese sido, hubiera seguido soñando despierta, imaginando cada uno de los intereses y predilecciones de él, viéndolo pasar de aquí para allá cargado de ropa hasta las cejas. Pero la vida pone puntos y finales a todo, por tanto, si quieres conseguir algo tangible y real, debes lanzarte a actuar. Y así lo hizo.

Se enteró de que a él pronto le vencía el contrato.

Decidió pasar a la acción, tenía que lograr un acercamiento por todos los medios.

Pero, ¿cómo? ¿Contándole que hacía meses que lo miraba de reojo?

No.

Necesitaba un plan. Y, la mayoría de veces, los más simples son los más efectivos.

Ella debía poner la ropa que llegaba al almacén en perchas. Él trabajaba en probadores, por tanto, disponía de perchas.

Se llenó de valor, cruzó los tres pasillos que los separaban y entró en la zona de probadores. Pasó al lado de los clientes que hacían cola y llegó al mostrador con una sonrisa temblorosa, pero con una voz firme y resuelta:

– Hola, ¿tienes perchas por aquí?

– Hola, ¿no hay en el almacén, como siempre?

– Hoy no he visto por ninguna parte, ¿será que las has guardado todas para ti?

Y, a partir de aquí, todo empieza. Con la continuación que cada uno quiera ponerle. Con el final que cada uno quiera imaginar.

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