El olor de la laca

Un conjunto de objetos vintage descansan sobre una mesa de madera

Cada vez que siente el olor de la laca salir su cilindro a presión sus labios se curvan en una media sonrisa y una sensación familiar de calidez la envuelve por completo. La gente se burla de su gusto por este olor tan fuerte, tan desagradable para tantos, tan agrio al sentido del olfato de la mayoría. Pero, a través de su aroma, ella se siente transportada a un territorio seguro, donde nada ni nadie podrá causarle ningún daño. Una burbuja atrapada en el pasado a la que le encantaría retroceder y cobijarse en ella para siempre.

Dicen que los olores perduran en la memoria, incluso más que los propios recuerdos. De hecho, al sentir un olor antiguo, este despierta los recuerdos que la mente tiene asociados al mismo. En este caso, para ella la laca trae consigo muchos olores más que se encadenan para revelar otros recuerdos sepultados en la lucha contra la nostalgia.

El primero que aparece después de la primera ráfaga de laca es el de un baño de los años sesenta, alicatado de suelo y paredes con baldosas de color azul oscuro con motivos blancos. A la derecha, un plato de ducha ya muy usado con una cortina verde salpicada por manchas de lejía. A la izquierda, una taza de váter con la cisterna casi en el techo y una cadenita roída por el óxido del olvido. En el centro, un espejo con estantería de aluminio en el que lucen impolutos dos perfumes, uno verde esmeralda y otro rosa pastel, ambos con sus borlas a juego. Más abajo, encima de la pica, una bandejita de cerámica en la que descansa el jabón de manos.

En medio de este baño, una mujer de unos 65 años en esa época. Las canas teñidas de castaño claro, las gafas sujetas por una cadena al cuello, las medias remendadas y los tacones bajos a dos centímetros del suelo. En el silencio de la tarde estalla con un sonido conocido, es su abuela rociándose su peinado con laca. No cualquier laca, la que ella siempre usa, la que tiene ese olor tan característico que la distingue de cualquier otra marca.

Ella la mira recostada en el quicio de la puerta del baño, viendo como una nube que parece niebla envuelve la cabeza de su abuela mientras sigue apretando el botón con movimientos rápidos de brazos. Tiene que alzar la vista, puesto que sus ojos apenas llegan a alcanzar de frente la altura de la pica. Pero, cuando la abuela la descubre, tapa su cara con la mano para que la niebla que cae como invisibles copos de nieve no le escueza en los ojos. Al retirar la mano ve como la abuela se retoca su pelo corto y mira su reflejo en el espejo con cara de satisfacción. Entonces, la alza en sus brazos y ahora es el reflejo de ambas el que devuelve el espejo del baño.

A partir de esa imagen, el olor a laca desencadena en su mente un tropel de recuerdos que van pasando como diapositivas, aunque cada vez más deprisa, más rápido, con más intensidad. Su abuela colgando las sábanas blancas perfumadas para que se sequen en el patio trasero, su abuela cocinando natillas y espolvoreando canela por encima, su abuela comprando alpiste para sus periquitos, su abuela empolvándose la cara con polvos color bronce, su abuela acariciando hojas de menta y llevándose los dedos a la nariz.

Gracias a los olores, los recuerdos que pasan por su mente son tan nítidos que puede olerlos uno a uno, puede sentirse físicamente en el pasado, puede llegar a rozar la mejilla de su abuela con la mano. Gracias a la laca, la canela, el alpiste, la menta y a tantas fragancias cotidianas más, su abuela sigue presente en su vida, apareciendo en momentos tanto buenos como malos, como si de un conjuro se tratara, para reconfortarla con la calidez de su alma.

Por eso, esté donde esté, al percibir el olor a laca ella no puede más que inspirar profundamente su esencia, tan fuerte como particular, y sonreír sabiendo que su abuela le devuelve la sonrisa.

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