Tocata y fuga en re menor

Un teclado de piano sobre fondo negro

Las luces se encienden. Un pesado telón de terciopelo rojo sube con lentitud, como arrastrándose en una vertical ascendente. Tras él se puede ver un piano de cola negro, imponente, con la tapa subida y las teclas relucientes bajo los focos que iluminan el escenario. Listas para ser tocadas.

En el más estricto silencio, resonando a cada paso el tacón bajo de sus mocasines italianos, aparece un músico. Viste un traje de pingüino negro, abotonado de mangas y con los picos de la parte trasera largos y pronunciados como si apuntaran hacia el parqué del suelo. Su porte es seguro y distinguido, su pelo corto en los laterales, ondulado y echado a un lado en la capa superior. Aún es joven, aunque no demasiado. Tras las gafas redondas de lentes pequeños aún se percibe la chispa de la ilusión en sus ojos. La que se necesita para convertirse en un virtuoso del piano.  

Al sentarse en la banqueta mullida coloca en el atril una serie de partituras gastadas y garabateadas a las que ni siquiera echará un vistazo durante su ensayo final antes de la gran actuación. Acerca la banqueta al piano lo suficiente para colocar los pies en los pedales y las piernas quedan en un ángulo de noventa grados. Sus dedos entran en contacto por primera vez con las teclas y se sorprende al no notar esa suavidad habitual. Más bien percibe una ligera sensación de aspereza en sus yemas. Pero esta es una de las salas de conciertos más grandes del país, así que no pondrá ninguna objeción al piano.

Está listo para empezar. Primero, produce unos ruidos mecánicos chasqueando la lengua contra su paladar de forma rítmica, como un metrónomo humano. Al coger el compás, sus dedos empiezan a deslizarse con habilidad sobre las teclas, realizando escalas y acordes de calentamiento. Una vez toma impulso, comienza a interpretar las obras del concierto que dará esta noche, una retrospectiva de Bach. Él mismo ha adaptado las obras escogidas para la ocasión, imprimiéndoles su personalidad musical. Y, ahora, tras más de una hora de práctica llega por fin a lo que será el colofón de la noche: la Toccata y Fuga en Re Menor. La gran pieza del compositor alemán que tantos dolores de cabeza le dio a principios de su carrera, por fin, domesticada y adaptada para piano bajo su criterio.

 

Las primeras notas inundan la enorme sala con un estruendo que hace vibrar la tapicería de las butacas vacías. Corcheas, fusas y semifusas se suceden con una facilidad que solo aporta las horas de dedicación, más que no la propia pasión. Al poco, no obstante, el pianista siente cierta pesadez en ellos, como si a cada nota les costara separarse de las teclas para pasar a la siguiente. Atribuye esta sensación a los nervios antes del gran momento, aunque no es algo que suela pasarle nunca. Tampoco nunca había tocado ante un público tan amplio como lo hará esta noche.

Sigue adelante con la pieza ahuyentando los pensamientos de su cabeza, pero no pasa ni medio minuto cuando siente que no puede despegar las yemas de las teclas. Primero es el dedo índice de la mano derecha, luego el meñique de la izquierda, luego el dedo corazón de la derecha, luego ambos pulgares. Siente como sus dedos tocan solos, puesto que no es su cerebro el que les da las órdenes y le es imposible despegarlos del teclado.

Empieza a tirar de los brazos hacia atrás, sus hombros se contraen en espasmos violentos mientras intenta separar los dedos de las teclas a la vez que estos siguen tocando la pieza maestra de Bach. Pero no puede, le es imposible, de su garganta salen gemidos y gruñidos por el esfuerzo por liberarse. Es en vano, sus dedos ya no le obedecen.

De repente, al tocar notas bemoles y sostenidas en las teclas negras del piano, los dedos se paran. Siente entonces una punzada de dolor entre las yemas y la uñas. Las teclas negras están penetrando en la carne y siguen desgarrándola hasta que le saltan las uñas de todos los dedos. Un grito de sufrimiento resuena en el eco del recinto y rebota en todas las paredes. El pianista se retuerce de dolor, sus gafas redondas han salido volando y los cristales están hechos añicos en el suelo. Baja la vista con los ojos desorbitados por el espanto, pero aún los abre más cuando se ve los dedos. En sus manos sin uñas no hay sangre, sino una substancia blanca y espesa, como calcio mezclado con agua, que comienza a subir por sus dedos desde las teclas blancas del piano.

La tocata de Bach ya hace algunos segundos que no suena y las manos se ha quedado atrapadas en la octava más alta del teclado. Con la poca movilidad que le queda sigue intentando deshacerse de la masa blanca y, en cada embiste, hace sonar escalofriantes golpes agudos en el teclado. Recuerdan a los gritos de una corte de almas en pena desgañitándose de dolor. En pocos segundos, ambas manos quedan calcificadas por completo y siente en su piel el mismo tacto áspero que ha notado al empezar a tocar.

Desesperado, tira la banqueta a un lado con una fuerte patada e intenta liberarse usando todo el cuerpo: brazos, piernas, codos y rodillas. En uno de los intentos, se sitúa en el lateral del piano y gira las muñecas hacia sí mismo hasta que crujen y se oye un fuerte golpe. En ese momento, percibe un fuerte tirón en la parte baja de su espalda. Vuelve la mirada como puede con la esperanza de que alguien le haya oído y esté tirando de él para soltarlo. En cambio, lo que ve es que el ruido que acaba de oír es la tapa del piano que se ha cerrado y una de las puntas de su traje de pingüino ha quedado enganchada. “¿Cómo ha podido cerrarse?”, se pregunta. “Habrá sido a causa de los movimientos bruscos para lograr escapar”, piensa.

Prueba a cambiar de posición para no estar atrapado en dos flancos. Pero no puede. Sus manos están apresadas en las teclas y el pico de su traje bajo la tapa del piano, desde donde los tirones van en aumento. Tira y tira y tira, cada vez puede moverse menos, pero no hay nadie en la sala, solo él… y el piano.

De repente, sus pies ya no tocan el suelo y toda la espalda de su chaqueta está dentro de la caja del piano. Siente el tirón más fuerte hasta el momento, su columna queda del todo pegada a la línea de la tapa y su cuerpo se voltea rápido hacia arriba. La brusquedad del movimiento hace que los huesos de sus muñecas no puedan aguantar más y se rompen en pedazos. El aullido de dolor no es comparable con los que están por llegar.

Se puede ver al pianista tumbado sobre el borde del piano con la vista hacia arriba. Sus brazos ya sin fuerza, con la zona de las muñecas deforme e inerte y el resto del cuerpo agarrotado por la tensión. Con un sonido chirriante la tapa empieza a abrirse bajo su espalda, es inútil intentar impulsarse hacia afuera para escapar, ya que la chaqueta está anudada a las cuerdas del instrumento. Es tal la lentitud y delicadeza del proceso que los gritos del pianista se ahogan por la sorpresa.

Pero cuando la tapa puede abrirse del todo, su cuerpo cae dentro de la caja. Aúlla de horror cuando ve que la tapa del piano va a caer encima de el a toda velocidad. Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro, cinco, seis. Los brazos quedan partidos, el cráneo machacado, la piel entumecida. Sin embargo, no hay sangre, tan solo una masa blanca muy espesa, como calcio mezclado con agua, que inunda toda la caja del piano. Mientras, las cuerdas arrastran hacia adentro las partes sin vida del pianista que han quedado fuera, como los brazos y las manos, que ahora sí se desprenden de las teclas. También las partituras garabateadas que siguen en el atril. La mezcla blanca lo inunda todo y lo derrite todo como si fuera ácido. Todo menos los huesos.

No queda ningún rastro del joven pianista que quería convertirse en un virtuoso de la obra de Bach. Solo las gafas, rotas en el suelo, que algún conserje barrerá antes de la actuación con cara de sorpresa. Mientras elimina, sin saberlo, la única prueba de que el músico estuvo allí horas antes.

Pero eso será más tarde. En este instante todo está en calma. El telón de terciopelo rojo se arrastra pesado hacia abajo. Las luces se apagan. El próximo pianista en tocar también notará una ligera sensación de aspereza en las teclas. Algo muy sutil, como si estuvieran hechas de hueso.

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