Durante mis años como becaria uno de mis mayores objetivos, por no decir el principal, era encontrar un contrato de trabajo real, con el que pudiera cobrar un sueldo digno y, entre otros, tener derecho a paro. Las condiciones laborales de los becarios dan para un artículo aparte, así que mejor aparcarlo para otro momento, pues no es tema central de este texto.
Durante esta búsqueda imparable que me llevó mucho tiempo, pero no menos esfuerzo, sudor y lágrimas, me presenté a cientos de entrevistas, de las que podría escribir durante días. Pero hoy focalizaré en una en concreto, por el alto impacto que me causó a mí y, como descubrí tiempo después, a muchas otras chicas en la misma situación.
Se trataba de una oferta de trabajo en una empresa digital de gastronomía llamada Catalunya Gastronòmica, que buscaba licenciados en periodismo para escribir reportajes sobre esta temática. Como me pareció interesante, envié mi currículum y, a los pocos días, recibí una llamada de una voz masculina que me citó para una entrevista en una calle del barrio de Mundet de Barcelona.
Bajé en la parada del metro con mi americana, mi currículum impreso y mi ilusión. No conocía nada la zona y di bastantes vueltas antes de dar con la calle, escondida y casi en la montaña. En ese punto, mi suspicacia empezó a despertarse ya que en la calle solo había tres bloques enormes de pisos residenciales. Aun así, me acerqué al portal para ver si había algún local en los bajos donde encontrar las oficinas de la revista. No lo había. Antes de llamar por el interfono al piso que me había indicado la voz, llamé a otra puerta preguntando si conocían la revista o, en todo caso, una empresa editorial. La negativa rotunda de la mujer que me contestó empezó a inquietarme un poco.
La situación reunía todas las condiciones para pensar que algo no cuadraba. Una calle de difícil acceso, unos bloques nidos dormitorio, justo al lado de la ladera de la montaña… desde luego no parecía el lugar donde ninguna empresa deseara establecerse. Sin embargo, intenté tragarme todo mi escepticismo como pude y llamé al timbre. La misma voz con la que había hablado por teléfono me contestó y me abrió la puerta del edificio.
Mientras subía al piso, un octavo, si no recuerdo mal, empecé a sentir algo de pánico y las pulsaciones de mi corazón se aceleraron. ¿Y si era una trampa? ¿Y si se trataba de un violador que publicaba ofertas falsas y montaba supuestas entrevistas en su propio piso? Respiré hondo y mantuve la calma lo mejor que pude.
Mi sorpresa fue mayúscula al abrirse la puerta del piso y aparecer un hombre muy mayor, de más de setenta años. Por un momento pensé que me había equivocado de timbre y que había despertado a un pobre anciano en mitad de su siesta. Pero lo cierto es que era la puerta correcta. Recé para que dentro del piso hubiera montada una oficina o despacho; nada más lejos de la realidad. Las ganas de salir corriendo fueron difíciles de controlar, todo aquello era demasiado surrealista.
Lo primero que noté al entrar en el piso fue una bofetada de olor a rancio. No a podredumbre, sino al clásico olor a casa antigua, con humedad acumulada y sin ventilar. Se trataba realmente de la casa de un señor de setenta y tantos años, con su sofá verde botella aterciopelado, con sus tapetes de ganchillo por todas partes, con su reloj de pie estropeado, con su eterno gotelé en las paredes blancas. Me invitó a sentarme en una butaca, también de color verde botella, mientras él se sentó en el sofá frente a mí.
Comenzó a explicarme el funcionamiento del trabajo, que tenía más parte de comercial que de periodista, ya que los reportajes gastronómicos debían ser pagados por los restaurantes que aparecían en ellos. Eran en realidad publi-reportajes y era evidente que la mayor parte del tiempo la tendrías que pasar realizando llamadas y convenciendo a hosteleros de que pagaran por salir en la revista. La guinda del pastel era que Catalunya Gastronòmica se quedaba un 60% del precio que cerraras por reportaje y tú, el 40%. Por supuesto sin ningún tipo de contrato de por medio. En resumen, un trabajo basura más.
En seguida que conocí las condiciones le dije que no estaba interesada, ya que yo lo que buscaba era escribir y que la parte comercial no era lo mío. Recuerdo que la visita se alargó más de lo que yo hubiera deseado, puesto que el hombre insistió e insistió argumentando que seguro haría muy bien el trabajo. Según él porque “los periodistas tienen labia para convencer a la gente” y, gracias a eso, conseguiría escribir muchos artículos. Lo más educadamente que pude reiteré mi negativa un millón de veces alegando que no quería empezar algo que ya sabía que no quería hacer y, después de mucho insistir, por fin me fui.
Me fui con una sensación confusa, toda la situación me pareció realmente extraña y está claro que había activado mis alarmas internas. Aquellas que tenemos las mujeres cuando percibimos una situación de peligro. Alertas que la sociedad machista en la que vivimos nos ha obligado a desarrollar para protegernos de ataques y vejaciones por el solo hecho de ser mujeres. Por ejemplo, como cuando de noche caminamos solas por la calle y vemos a un hombre andar detrás nuestro.
Pasaron algunos días antes de que esta sensación de extrañeza tan visceral me abandonara por completo. Sentía que, aunque no me había pasado nada, mis alarmas se habían disparado por algún motivo. No era una razón tangible, sino más bien una alerta, una sensación de pánico en el estómago y un sentimiento de aversión y repulsión, lo que me provoco aquella sonada entrevista.
No fue hasta meses después, casi un año, cuando todas mis sospechas se vieron confirmadas. Pertenezco a un grupo de Facebook llamado “Agenda Periodistas” donde muchas personas del sector comparten información, cursos y ofertas de trabajo. Pues bien, entré en el grupo un día cualquiera y vi la publicación de una chica denunciando una oferta laboral. Al empezar a leer vi que estaba hablando nada más y nada menos que de la revista Catalunya Gastronòmica.
Lo que leí en ese post hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. La autora advertía a LAS periodistAs del grupo de que no acudieran a ninguna entrevista, puesto que a ella el hombre de más de setenta años le había pedido poder darle un masaje en los pies. A partir de la publicación original había decenas de comentarios de otras chichas que contaban la misma experiencia con este señor, por llamarlo de alguna manera. A algunas les había dicho que era experto en reflexología podal y que sus masajes mejorarían su salud, a otras que se quitaran los zapatos porque sabía interpretar las personalidades según la forma de los pies y a la gran mayoría, las había presionado para que se dejaran dar masajes en los pies.
A los pocos días, el caso apareció en algunos medios de comunicación digitales, que se hicieron eco publicando estas noticias:
¿Qué hacer en una entrevista de trabajo si te piden que enseñes los pies?
Buscaba trabajo como redactora gastronómica, pero él solo quería ver mis pies
Demana veure els peus de les noies a qui vol contractar
El hombre de setenta y tantos años es Leandro Abarca Nidegger y, como muchos (demasiados) hombres en nuestra sociedad, aprovecha la posición de poder que supone ofrecer trabajo, ser el jefe, tener una empresa, para acosar a chicas con promesas de empleo. En los tiempos que corren esto es, si cabe, aún más despreciable, puesto que el paro juvenil (solo entrevistaba a chicas entre 20 y 30 años como mucho) y la dificultad de encontrar trabajos que no sean prácticas, pone a muchas profesionales jóvenes en una situación más vulnerable de lo habitual.
No hay palabras para describir el asco que producen estas sucias artimañas para abusar de las mujeres y lo lamentable que es que se den con tanta frecuencia. Lo que sí puedo describir es lo que sentí. Lejos de sentir alivio por el hecho de que no me hubiera tocado a mí, sentí punzadas de terror por haber estado a punto de precipitarme en el abismo.