Cada día de principios de abril miraba al cielo con impaciencia. Alzaba la vista hacia el infinito azul esperando la señal que confirmaría el inicio de la primavera. Al principio, solo distinguía sus siluetas oscuras surcando el cielo como flechas de punta afilada. A medida que descendían, la figura triangular que manchaba el azul celeste, se iba definiendo y se podían distinguir sus alas deslizándose en el aire.
Nunca iban solas, siempre en grupo formando conjuntos en lo alto y, a medida que su vuelo iba bajando y haciéndose más visible para aquellos que las contemplaban, se empezaban a oír también sus inconfundibles silbidos. Un lenguaje propio que las hacía aún más enigmáticas.
A su paso los días cambiaban. Su vuelo dejaban tras de sí una estela de aire cálido, un sol que se desperezaba entre las nubes. A su paso, los árboles mudaban los colores a todas las tonalidades de verde y las flores eclosionaban en todo su esplendor con las gotas del rocío invernal aún prendadas de sus pétalos. Se diría que si fueran hadas habrían obrado magia para traer al mundo la nueva estación, pero ni si quiera los hechizos les hacían falta. Tan solo con su viaje de regreso al antiguo continente ya era suficiente para dejar atrás el frío y empezar un nuevo periodo llena de vida.
Para muchos, como para ella, estos seres representaban todo lo bueno de los días felices. Las recordaba en su infancia posadas sobre los hilos telefónicos que colgaban entre los pisos, achicharrándose bajo el sol del verano, pero sin cesar el parloteo estridente del que todas participaban. Contestándose las unas a las otras en el idioma que les era propio pasaban las tardes de agosto.
Y ella las observaba apoyada en el marco de la ventana de su pequeña habitación, preguntándose qué secretos guardarían de todos sus viajes en tierras lejanas, qué cuentos y leyendas habrían escuchado por el camino. Soñaba también con que la llevaran consigo a países desconocidos, a vivir aventuras bajo su vuelo protector.
Pasados los meses de verano, sabía que pronto las perdería de vista y su mirada al cielo se volvía preocupada y triste. Al verlas partir en octubre, sus ojos se humedecían por no poder seguirlas allá donde fueran y por dejar de oír sus silbidos alegres entre los patios y terrazas. El invierno se acercaba acechando detrás de las esquinas, cada vez más próximo y amenazador.
A veces, hubiera deseado hibernar hasta que ellas volvieran surcando el cielo, pero finalmente siempre prefería mantenerse atenta a la espera. Las esperaba en mitad de los días gélidos que se instauraban sin pedir permiso, con la esperanza que pasaran lo más rápido posible. Aún así no sufría por su retorno, ya que sabía que después del invierno, guiadas por el mismo poder de atracción que las hipnotizaba cada año, regresarían trayendo consigo la estela de la primavera.
Aquella certeza le infundía una seguridad sin comparación, como si fuera el cimiento que equilibraba cada día de su vida. Pasara lo que pasara, las golondrinas siempre volvían.